ESTE ES UN CUENTO DE EDMUNDO DE AMICIS, ESCRITOR ITALIANO QUE DEBERÍA SER AUN, UN REFERENTE EN LA HISTORIA DIARIA, POR LOS VALORES Y LA BELLEZA DE SU PROSA ESPERO LO DISFRUTEN ES UN TROZO DEL LIBRO CORAZÓN LÉANLO SI NO HAN TENIDO LA OPORTUNIDAD.
EL PEQUEÑO VIGÍA LOMBARDO
Sábado, 26
En 1859, durante la guerra por el rescate de Lombardía, pocos días después de la batalla de Solferino y San Martino, librada por los franceses y los italianos contra los austríacos, una hermosa mañana del mes de junio, una sección de caballería de Saluzo iba hacia el enemigo por una estrecha senda solitaria; marchaba despacio y explorando el terreno atentamente. Mandaban la sección un oficial y un sargento, y todos en silencio miraban a lo lejos con los ojos fijos, preparándose para ver blanquear a cada momento, entre los árboles, las avanzadas de los adversarios. Llegaron así a cierta casita rústica, rodeada de fresnos, delante de la cual sólo había un muchacho como de doce años, que descortezaba una vara con un cuchillo para proporcionarse un bastoncillo. En una de las ventanas de la casa tremolaba al viento la bandera tricolor; dentro no había nadie: los aldeanos, izada su bandera, habían escapado de miedo a los austríacos. Apenas divisó la caballería, el muchacho tiró el bastón y se quitó la gorra. Era un hermoso niño, de rostro muy despierto, con ojos grandes y azules, los cabellos rubios y largos; estaba en mangas de camisa y mostraba el pecho desnudo.
-¿Qué haces aquí? –le preguntó el oficial, deteniendo el caballo- ¿Por qué no has huido con tu familia?
-Yo no tengo familia –respondió el muchacho-. Soy expósito. Trabajo algo al servicio de todos. Me he quedado aquí para ver la guerra.
-¿Has visto pasar a los austríacos?
-No, desde hace tres días.
El oficial se quedó un poco pensativo; se apeó del caballo y, dejando los soldados allí, vueltos hacia el enemigo, entró en la casa y subió hasta el tejado. No se alcanzaba a dominar más que un trecho de campo. “Habrá que subirse a los árboles”, pensó el oficial, y descendió. Precisamente delante de la casa se alzaba un fresno altísimo y flexible, cuya cima parecía casi mecerse en las nubes. El oficial estuvo por momentos indeciso, mirando ya al árbol, ya a los soldados; después, de pronto, preguntó al muchacho:
-¿Tienes buena vista?
-¿Yo? –respondió el muchacho-. Yo veo un gorrioncillo aunque esté a dos leguas.
-¿Sabrías subir a la cima de aquel árbol?.
-¿A la cima de aquel árbol, yo? En medio minuto me subo.
-¿Y sabrás decirme lo que ves desde allá arriba, si son soldados austríacos, nubes de polvo, fusiles que relucen, caballos…?.
-Seguro que sabré.
-¿Qué quieres por hacerme este servicio?.
-¿Qué quiero? –dijo el muchacho sonriendo-. Nada- ¡Vaya una cosa! Y después… si fuera por los “alemanes” entonces a ningún precio, ¡pero por los nuestros! ¡Si yo soy lombardo!
-Bien, súbete, pues.
-Espere que me quite los zapatos.
Se quitó los zapatos, se apretó el cinturón, echó al suelo la gorra y se abrazó al tronco del fresno.
-Pero, espera… -exclamó el oficial, haciendo el ademán de detenerlo, como si lo asaltase un temor repentino.
El muchacho se volvió a mirarlo con sus hermosos ojos azules, en actitud interrogante.
-Nada –dijo el oficial-; sube.
El muchacho empezó a trepar como un gato.
-¡Estad atentos, mirad delante de vosotros! –gritó el oficial a los soldados.
En pocos momentos el muchacho estuvo en la copa del árbol, abrazado al tronco, con las piernas entre las hojas, pero con el pecho descubierto, y su rubia cabeza resplandecía con el sol, como si fuese de oro. El oficial apenas lo veía, tan pequeño resultaba allá arriba.
-Mira hacia el frente, y muy lejos –gritó el oficial.
El chico, para ver mejor, sacó la mano derecha, que apoyaba en el árbol, y se la puso a modo de pantalla sobre los ojos.
-¿Qué ves? –preguntó el oficial.
El muchacho inclinó la cara hacia él, y haciendo tornavoz de su mano, respondió:
-Dos hombres a caballo en lo blanco del camino.
-¿A qué distancia de aquí?
-Media legua.
-¿Se mueven?
-Están parados.
-¿Qué otra cosa ves? –interrogó el oficial, después de un momento de silencio-. Mira hacia la derecha.
El chico miró y dijo:
-Cerca del cementerio, entre los árboles, hay algo que brilla; parecen bayonetas.
-¿Ves gente?
-No; estarán escondidos entre los sembrados.
En aquel momento un agudísimo silbido de bala se sintió por el aire y fue a perderse lejos, detrás de la casa.
-¡Baja! –gritó el oficial-. Te han visto. No quiero saber más. Vente ya, muchacho.
-Yo no tengo miedo –respondió el niño.
-¡Baja!… -repitió el oficial-. ¿Qué más ves a la izquierda?
El chico volvió la cabeza a la izquierda. En aquel momento otro silbido más agudo hendió los aires a menor altura. el muchacho se ocultó todo lo que pudo.
-¡Vamos! –exclamó-. ¡La han tomado conmigo!.
La bala le había pasado muy cerca.
-¡Abajo! –gritó el oficial, imperioso y colérico.
-Enseguida –respondió el chico-; pero el árbol me resguarda; no tenga usted cuidad. ¿A la izquierda quiere usted saber!.
-A la izquierda –respondió el oficial- . ¡Pero baja ya!.
-A la izquierda –gritó el niño, estirándose hacia aquella parte- donde hay una capilla, me parece ver…
Un tercer silbido pasó por lo alto, y en seguida se vio caer al muchacho, deteniéndose un punto en el tronco y en las ramas, y precipitándose después cabeza abajo con los brazos abiertos.
-¡Maldición! –gritó el oficial, acudiendo.
El chico cayó a tierra de espaldas, y quedó tendido con los brazos abiertos, boca arriba. Un reguero de sangre le fluía del pecho, a la izquierda. El sargento y dos soldados se apearon de sus caballos: el oficial se agachó y le separó la camisa. La bala le había entrado en el pulmón izquierdo.
-¡Está muerto! –exclamó el oficial.
-¡No, vive! –replicó el sargento.
-¡Ah, pobre niño, valiente muchacho! –gritó el oficial-. ¡Ánimo, ánimo!.
Pero mientras decía “ánimo” y le oprimía el pañuelo sobre la herida, el muchacho movió los ojos e inclinó la cabeza: había muerto. El oficial palideció y lo miró un momento. Después le acomodó la cabeza sobre el césped, se levantó y estuvo un rato contemplándolo. También el sargento y los dos soldados lo miraban inmóviles; los demás permanecían vueltos hacia el enemigo.
-¡Pobre muchacho! –repitió, tristemente el oficial-. ¡Pobre y valiente niño!.
Luego se acercó a la casa, quitó de la ventana la bandera tricolor y la extendió como paño fúnebre sobre el pobre muerto, dejándole la cara descubierta. El sargento acercó al lado del muerto los zapatos, la gorra, el bastoncito y el cuchillo.
Permanecieron todavía un rato, silenciosos; después el oficial se volvió al sargento y le dijo:
-Mandaremos que lo recoja la ambulancia: ha muerto como soldado, y como soldado debemos enterrarlo.
Dicho esto, dio al muerto un beso en la frente y ordenó:
-¡A caballo!.
Todos se afianzaron en las sillas, reunióse la sección y volvió a emprender su marcha.
Pocas horas después el pobre muerto tuvo los honores militares. al ponerse el sol, toda la línea de las avanzadas italianas se dirigía hacia el enemigo, y, por el mismo camino que había recorrido de mañana, marchaba ahora en dos filas un bravo batallón de cazadores, que días antes había regado valerosamente con su sangre el collado de San Martino. La noticia de la muerte del muchacho había corrido entre los soldados, antes ya de dejar el campamento. El camino, flaqueado por un arroyuelo, pasaba a pocos pasos de distancia de la casa. Cuando los primeros oficiales del batallón vieron el cuerpo exánime del muchacho tendido al pie del fresno y cubierto con la bandera tricolor, lo saludaron con sus sables, y uno de ellos se inclinó sobre la orilla del arroyo, que estaba muy florida, arrancó unas flores y las echó sobre él. Entonces todos los cazadores, conforme iban pasando, cortaban flores y las arrojaban al muerto. En pocos momentos el muchacho quedó cubierto de flores. Todos los soldados le dirigían saludos al pasar.
-¡Bravo, pequeño lombardo!.
-¡Adiós, niño!.
-¡Adiós, rubio!.
-¡Viva!.
-¡Bendito sea!.
-¡Adiós!.
Un oficial le puso su medalla al valor; otro lo besó en la frente, y las flores continuaban lloviendo sobre sus desnudos pies, sobre el pecho ensangrentado, sobre la rubia cabeza. Y él parecía dormido en la hierba, envuelto en la bandera, con el rostro pálido y casi sonriente, como si oyese aquellos saludos y estuviese contento de haber dado la vida por su patria.
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