viernes, 10 de marzo de 2017

EM Ariza, el escritor actual de humor en español mas leído del mundo, nos deleita haciéndonos reír



 NO TE CASES

Menos mal que estaba solo en el salón de mi apartamento, porque al

terminar de ver aquella película no pude evitar que una lágrima me cayera por

el rostro embargado por la emoción del final.

El problema consistía en que se trataba de una película romántica y se

supone que un digno varón no debe llorar en ellas. Debe sonreír, con

masculina suficiencia, y decir mientras mueve la cabeza comprensivamente

aquello de “mujeres…”. Por eso era de agradecer mi soledad en ese momento,

pues mi reacción no había sido esa precisamente.

Tras unos instantes de recuperación emocional mi mente comenzó a

analizar el argumento del film. La muy original base argumental consistía en

las dudas que tenía la protagonista sobre a cual de dos chicos entregar su amor.

Uno de ellos era rico y perverso, y a pesar de lo divertido que suele ser cuando

se es de tal carácter, según la película era desgraciado. El otro pobre y bueno,

y a pesar de lo aburrido que suele ser cuando se es de este otro carácter, según

el film era feliz.

Las amigas de la protagonista se dividían en dos bandos bien definidos a la

hora de aconsejarle. Unas le advertían que tuviera cuidado pues el amor sale

por la ventana cuando la nevera está vacía –o algo similar-… Que si el

porvenir de los hijos… Que si ella se merecía vivir como una reina... En

definitiva, que se fuese con el rico.

El otro bando, por el contrario, le decía que lo importante era seguir los

dictados del corazón… Que si el hombre de su vida… Pero, sobre todo,

insistían en tres palabras que al parecer resumen un millón de años de

evolución del hombre, y de sesudos estudios sobre la psicología humana: SÉ

TÚ MISMA. Y tras este argumento definitivo la protagonista de la película

corría a cámara lenta, en una playa desierta, a abrazarse con el chico pobre

mientras sonaba una dulce balada; y es ahí, precisamente, donde comienzan

los nudos en la garganta de los espectadores. Es comprensible, probablemente

a usted también le habría pasado tras contemplar tan tierna escena.

En fin, rato más tarde, tras vencer la congoja producto de la emoción,

comenzaron en mi inquieta mente las preguntas trascendentales. ¿En realidad,

qué es eso de ser uno mismo? ¿Alguien sabe lo que significa? O mejor,

¿alguien sabe cómo se puede dejar de ser uno mismo…?

Por otro lado, ¿alguien sabe por qué ese argumento lleva a la chica a elegir

al chico pobre? Y, por último, ¿alguien sabe dónde puedo encontrar la playa

solitaria de la película? Agradecería cualquier información a este último

respecto.

Como la mente humana es como es, unas especulaciones llevan a otras.

¿Por qué todas las películas terminan cuando los protagonistas deciden

casarse? ¿Por qué ninguna comienza justo tras la boda? ¿Qué es lo que pasa

después?

Estas cuestiones me llevaron largo tiempo de reflexión, así que para no

aburrirles con los tiempos muertos empleados en dichas reflexiones me los

salto y entro de lleno en materia.

Mire, el amor pasa por cuatro fases: el enamoramiento, la crisis, la traición

y el abandono. Es, precisamente, cuando estamos sumergidos en la primera

fase cuando firmamos el contrato de matrimonio. Durante las otras tres fases

es cuando nos arrepentimos de haberlo hecho.

Las estadísticas son demoledoras al respecto. El sesenta por ciento de las

parejas se separan antes de diez años. ¿Por qué? Porque la pasión –es ley

natural- se ha ido apagando.

Como consecuencia me pregunté: ¿Siempre ha sido así?

Acudiendo a la fuente de la sabiduría suprema –Zoilo, que es muy culto

pues lee libros- encontré la respuesta: el romanticismo; el puñetero

romanticismo tan sobrevalorado es el culpable.

Este fue el que, en síntesis, fue introduciendo la costumbre de “¿dices que

me quieres y me deseas?... Pues firma aquí”. Y entonces comenzó a pasar que

cuando “el me quieres y deseas” desaparecía, lo único que quedaba era el

contrato de matrimonio y la hipoteca de la casa.

En una pirueta mental, digna del mejor atleta del Circo del Sol, intenté

imaginarme como sería una película que comenzara por el final. Es decir, por

la boda. Previsiblemente una vez pasada la luna de miel, y que el furor sexual

se hubiese calmado, los primeros síntomas de futuros problemas comenzarían

cuando él advirtiera en la vecina de al lado atributos que hasta entonces le

habían pasado desapercibidos; y ella, por su lado, los encontrara en el

jardinero. Ya estaríamos ante previsibles tormentas matrimoniales.

Pero es curioso observar la diferencia de comportamientos que en estas

críticas situaciones tienen hombres y mujeres. En la película dos de las amigas

consejeras estaban divorciadas, y mientras sus exmaridos reaccionaban como

el que esconde un pecado y se siente culpable, ellas, tengo la teoría de que

traen un manual de fábrica a aplicar en los casos de separaciones. A saber, si

es la mujer la que deja la pareja todas dirán unánimemente que él se lo tenía

merecido, pues no le hacía suficiente caso; si el asunto ha consistido en que la

chica se ha largado con otro tipo, la justificarán entre suspiros preñados de

romanticismo, exclamando: ¡Qué se le va hacer, el amor lo puede todo! ¡Es el

hombre de su vida!

Por el contrario, si es él el que toma la iniciativa, el calificativo más suave

que recibirá –en aplicación de tan estricto manual- es el de cerdo. Y si se ha

ido con otra, esta será definida como prostituta y él como algo irreproducible

para cualquier oído decente.

El colmo de los reproches recurrente en estos casos suele ser el afirmar que

él es un puerco porque ella le había entregado lo mejor de su juventud. Pero

eso sí, jamás oirás esa tesis – la de la juventud- cuando es el hombre el que

deja la pareja. Como si nosotros no cumpliéramos años…

En cualquier caso ese reproche, si se piensa con un poco de detenimiento,

contradice profundamente la argumentación romántica de la película, pues lo

que subyace bajo él es: “si hubiese sabido lo que iba a pasar, ni con violines y

playas desiertas me hubiera decidido por el pobre. Hubiese aceptado la oferta

de boda del rico y hoy viviría como una reina, que es lo que me merezco”.

A todo esto siguen las preguntas. ¿Si la época del noviazgo es tan bonita

por qué ponemos fin a ella con el matrimonio? Cuando nos enamoramos de

una chica –o viceversa- ¿por qué convertimos en contrato nuestra eventual

pasión? ¿Por qué los seres humanos cometemos una y otra vez el error de

mezclar el romanticismo, el amor o el sexo con contratos? Si no fuera algo tan

estúpidamente enraizado en nuestras costumbres, y lo viéramos con un poco

de perspectiva, diríamos que es peor que absurdo, es, simplemente, ridículo.

Analícelo conmigo. Vivimos una sociedad en la que si un medicamento

produce un uno por mil de efectos secundarios es eliminado inmediatamente.

Si una maquina tiene algún defecto por el que remotamente se pudiera

producir un accidente, la retiramos del mercado de manera fulminante. En

cambio, el matrimonio tiene un porcentaje de fallo superior al 60% y ahí sigue

tan fresco, como institución inamovible.

Pero esto no ha sido siempre así. Los romanos –me ha dicho mi amigo

Zoilo que es muy culto pues lee libros- lo tenían muy bien resuelto. El

matrimonio, entonces, era un contrato entre dos personas que con

determinadas condiciones ponían en común su hacienda y con ella mantenían

la sociedad conyugal, incluidos los hijos. Los aspectos pasionales estaban

alejados de esta relación contractual. Era lo que peyorativamente hoy

calificamos de “casarse por interés”. Aunque yo, usted me disculpará, lo

definiría como casarse pensando con la cabeza y no con otras partes menos

nobles de nuestra anatomía.

Más o menos este sistema de la sociedad conyugal lo hemos copiado de

ellos. Pero aquí viene lo diferente: en esos tiempos, tras el matrimonio, cada

conyugue seguía manteniendo la libertad de enamorarse y vivir las pasiones

correspondientes tantas veces como la vida le ofreciera la oportunidad, y no

estaba mal visto socialmente. A este respecto me contó Zoilo que Seneca

consideraba afortunado al marido cuya mujer se conformaba solo con cuatro o

cinco amantes; incluso existen inscripciones en tumbas romanas donde

expresan con extrañeza: “permaneció fiel a su marido durante treinta años,

solo tuvo tres amantes”.

En definitiva, eran más listos que nosotros y tenían mejor resuelto el tema

de la convivencia matrimonial. Sencillamente no mezclaban reacciones

químicas emocionales con contratos, y entendían que la fidelidad no es una

parte de la lealtad. Es solo sexo.

Tras tan profundo análisis, finalmente, conseguí entender por qué las

películas nunca comienzan después de la boda: porque la gente no va al cine a

ver las mismas discusiones que tiene en casa y encima pagando una entrada. Y

los productores cinematográficos, que son gente avispada, así lo han

entendido.

Tras todas estas sesudas reflexiones solo me queda la convicción de que el

mejor regalo de bodas que puedo hacer a un amigo cuando me anuncie su

intención de contraer matrimonio, es decirle: ¡Por Dios, no te cases!

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