viernes, 10 de marzo de 2017

EM Ariza, el escritor actual de humor en español mas leído del mundo, nos deleita haciéndonos reír



 NO TE CASES

Menos mal que estaba solo en el salón de mi apartamento, porque al

terminar de ver aquella película no pude evitar que una lágrima me cayera por

el rostro embargado por la emoción del final.

El problema consistía en que se trataba de una película romántica y se

supone que un digno varón no debe llorar en ellas. Debe sonreír, con

masculina suficiencia, y decir mientras mueve la cabeza comprensivamente

aquello de “mujeres…”. Por eso era de agradecer mi soledad en ese momento,

pues mi reacción no había sido esa precisamente.

Tras unos instantes de recuperación emocional mi mente comenzó a

analizar el argumento del film. La muy original base argumental consistía en

las dudas que tenía la protagonista sobre a cual de dos chicos entregar su amor.

Uno de ellos era rico y perverso, y a pesar de lo divertido que suele ser cuando

se es de tal carácter, según la película era desgraciado. El otro pobre y bueno,

y a pesar de lo aburrido que suele ser cuando se es de este otro carácter, según

el film era feliz.

Las amigas de la protagonista se dividían en dos bandos bien definidos a la

hora de aconsejarle. Unas le advertían que tuviera cuidado pues el amor sale

por la ventana cuando la nevera está vacía –o algo similar-… Que si el

porvenir de los hijos… Que si ella se merecía vivir como una reina... En

definitiva, que se fuese con el rico.

El otro bando, por el contrario, le decía que lo importante era seguir los

dictados del corazón… Que si el hombre de su vida… Pero, sobre todo,

insistían en tres palabras que al parecer resumen un millón de años de

evolución del hombre, y de sesudos estudios sobre la psicología humana: SÉ

TÚ MISMA. Y tras este argumento definitivo la protagonista de la película

corría a cámara lenta, en una playa desierta, a abrazarse con el chico pobre

mientras sonaba una dulce balada; y es ahí, precisamente, donde comienzan

los nudos en la garganta de los espectadores. Es comprensible, probablemente

a usted también le habría pasado tras contemplar tan tierna escena.

En fin, rato más tarde, tras vencer la congoja producto de la emoción,

comenzaron en mi inquieta mente las preguntas trascendentales. ¿En realidad,

qué es eso de ser uno mismo? ¿Alguien sabe lo que significa? O mejor,

¿alguien sabe cómo se puede dejar de ser uno mismo…?

Por otro lado, ¿alguien sabe por qué ese argumento lleva a la chica a elegir

al chico pobre? Y, por último, ¿alguien sabe dónde puedo encontrar la playa

solitaria de la película? Agradecería cualquier información a este último

respecto.

Como la mente humana es como es, unas especulaciones llevan a otras.

¿Por qué todas las películas terminan cuando los protagonistas deciden

casarse? ¿Por qué ninguna comienza justo tras la boda? ¿Qué es lo que pasa

después?

Estas cuestiones me llevaron largo tiempo de reflexión, así que para no

aburrirles con los tiempos muertos empleados en dichas reflexiones me los

salto y entro de lleno en materia.

Mire, el amor pasa por cuatro fases: el enamoramiento, la crisis, la traición

y el abandono. Es, precisamente, cuando estamos sumergidos en la primera

fase cuando firmamos el contrato de matrimonio. Durante las otras tres fases

es cuando nos arrepentimos de haberlo hecho.

Las estadísticas son demoledoras al respecto. El sesenta por ciento de las

parejas se separan antes de diez años. ¿Por qué? Porque la pasión –es ley

natural- se ha ido apagando.

Como consecuencia me pregunté: ¿Siempre ha sido así?

Acudiendo a la fuente de la sabiduría suprema –Zoilo, que es muy culto

pues lee libros- encontré la respuesta: el romanticismo; el puñetero

romanticismo tan sobrevalorado es el culpable.

Este fue el que, en síntesis, fue introduciendo la costumbre de “¿dices que

me quieres y me deseas?... Pues firma aquí”. Y entonces comenzó a pasar que

cuando “el me quieres y deseas” desaparecía, lo único que quedaba era el

contrato de matrimonio y la hipoteca de la casa.

En una pirueta mental, digna del mejor atleta del Circo del Sol, intenté

imaginarme como sería una película que comenzara por el final. Es decir, por

la boda. Previsiblemente una vez pasada la luna de miel, y que el furor sexual

se hubiese calmado, los primeros síntomas de futuros problemas comenzarían

cuando él advirtiera en la vecina de al lado atributos que hasta entonces le

habían pasado desapercibidos; y ella, por su lado, los encontrara en el

jardinero. Ya estaríamos ante previsibles tormentas matrimoniales.

Pero es curioso observar la diferencia de comportamientos que en estas

críticas situaciones tienen hombres y mujeres. En la película dos de las amigas

consejeras estaban divorciadas, y mientras sus exmaridos reaccionaban como

el que esconde un pecado y se siente culpable, ellas, tengo la teoría de que

traen un manual de fábrica a aplicar en los casos de separaciones. A saber, si

es la mujer la que deja la pareja todas dirán unánimemente que él se lo tenía

merecido, pues no le hacía suficiente caso; si el asunto ha consistido en que la

chica se ha largado con otro tipo, la justificarán entre suspiros preñados de

romanticismo, exclamando: ¡Qué se le va hacer, el amor lo puede todo! ¡Es el

hombre de su vida!

Por el contrario, si es él el que toma la iniciativa, el calificativo más suave

que recibirá –en aplicación de tan estricto manual- es el de cerdo. Y si se ha

ido con otra, esta será definida como prostituta y él como algo irreproducible

para cualquier oído decente.

El colmo de los reproches recurrente en estos casos suele ser el afirmar que

él es un puerco porque ella le había entregado lo mejor de su juventud. Pero

eso sí, jamás oirás esa tesis – la de la juventud- cuando es el hombre el que

deja la pareja. Como si nosotros no cumpliéramos años…

En cualquier caso ese reproche, si se piensa con un poco de detenimiento,

contradice profundamente la argumentación romántica de la película, pues lo

que subyace bajo él es: “si hubiese sabido lo que iba a pasar, ni con violines y

playas desiertas me hubiera decidido por el pobre. Hubiese aceptado la oferta

de boda del rico y hoy viviría como una reina, que es lo que me merezco”.

A todo esto siguen las preguntas. ¿Si la época del noviazgo es tan bonita

por qué ponemos fin a ella con el matrimonio? Cuando nos enamoramos de

una chica –o viceversa- ¿por qué convertimos en contrato nuestra eventual

pasión? ¿Por qué los seres humanos cometemos una y otra vez el error de

mezclar el romanticismo, el amor o el sexo con contratos? Si no fuera algo tan

estúpidamente enraizado en nuestras costumbres, y lo viéramos con un poco

de perspectiva, diríamos que es peor que absurdo, es, simplemente, ridículo.

Analícelo conmigo. Vivimos una sociedad en la que si un medicamento

produce un uno por mil de efectos secundarios es eliminado inmediatamente.

Si una maquina tiene algún defecto por el que remotamente se pudiera

producir un accidente, la retiramos del mercado de manera fulminante. En

cambio, el matrimonio tiene un porcentaje de fallo superior al 60% y ahí sigue

tan fresco, como institución inamovible.

Pero esto no ha sido siempre así. Los romanos –me ha dicho mi amigo

Zoilo que es muy culto pues lee libros- lo tenían muy bien resuelto. El

matrimonio, entonces, era un contrato entre dos personas que con

determinadas condiciones ponían en común su hacienda y con ella mantenían

la sociedad conyugal, incluidos los hijos. Los aspectos pasionales estaban

alejados de esta relación contractual. Era lo que peyorativamente hoy

calificamos de “casarse por interés”. Aunque yo, usted me disculpará, lo

definiría como casarse pensando con la cabeza y no con otras partes menos

nobles de nuestra anatomía.

Más o menos este sistema de la sociedad conyugal lo hemos copiado de

ellos. Pero aquí viene lo diferente: en esos tiempos, tras el matrimonio, cada

conyugue seguía manteniendo la libertad de enamorarse y vivir las pasiones

correspondientes tantas veces como la vida le ofreciera la oportunidad, y no

estaba mal visto socialmente. A este respecto me contó Zoilo que Seneca

consideraba afortunado al marido cuya mujer se conformaba solo con cuatro o

cinco amantes; incluso existen inscripciones en tumbas romanas donde

expresan con extrañeza: “permaneció fiel a su marido durante treinta años,

solo tuvo tres amantes”.

En definitiva, eran más listos que nosotros y tenían mejor resuelto el tema

de la convivencia matrimonial. Sencillamente no mezclaban reacciones

químicas emocionales con contratos, y entendían que la fidelidad no es una

parte de la lealtad. Es solo sexo.

Tras tan profundo análisis, finalmente, conseguí entender por qué las

películas nunca comienzan después de la boda: porque la gente no va al cine a

ver las mismas discusiones que tiene en casa y encima pagando una entrada. Y

los productores cinematográficos, que son gente avispada, así lo han

entendido.

Tras todas estas sesudas reflexiones solo me queda la convicción de que el

mejor regalo de bodas que puedo hacer a un amigo cuando me anuncie su

intención de contraer matrimonio, es decirle: ¡Por Dios, no te cases!

Muñeco de madera

No había nada que Eliseo deseara con más intensidad que ese muñeco de madera de brazos livianos; parecía tener la habilidad de volar, porque al sus brazos rozaban el aire con una elegancia que el niño sentía que en cualquier momento podría encontrarlo flotando en el aire como un barrilete. Cada tarde pasaba por la juguetería, lo miraba desde la vidriera y observaba su precio. Nunca había visto tanto dinero junto. Sabía que jamás podría tenerlo. Sin embargo, apoyaba la nariz contra el vidrio, miraba sus ojos y esos brazos y volaba por un ratito.

Una tarde, el dueño de la juguetería se le acercó y le preguntó por qué siempre se quedaba ahí, inmóvil. El chico sintió tanta vergüenza que se fue corriendo. Durante unas semanas, aunque sentía profundos deseos de hacerlo, no apareció por esa calle.

Cuando finalmente ya no pudo más con sus deseos de ver al muñeco, fue a la vidriera cauteloso, intentando que nadie lo viera. El muñeco de madera no estaba. Se quedó un rato, observando cada esquina del escaparate, anhelando encontrárselo en una esquina sin poder calmar esa tristeza. Durante toda la semana fue hasta la juguetería. La ida desde su casa era amarilla, iluminada por la esperanza de encontrarse con su amiguito; pero la vuelta era de un gris oscuro intenso, ya no volaba su imaginación, solamente sentía tristeza y desánimo.

Pasó el tiempo y lentamente Eliseo fue olvidándose de esa extraña fascinación. Muchos años más tarde, pasaba por casualidad por la juguetería, a cuyo escaparate ya no iban sus ojos, y al rodear la esquina descubrió que apoyado en el vidrio había un niño que observaba intensamente un muñeco de madera idéntico al que amara en su infancia. Entró, saludó al juguetero y compró el juguete. Al salir, el niño había desaparecido. Lo buscó durante días, deseando darle ese juguete, hasta que finalmente desistió.

Una tarde, al volver del trabajo, sus ojos se toparon con los puntos negros del muñeco de madera; lo miraba profundamente y lograba llegar a un sitio de su ser al que ni siquiera él se atrevía a mirar: un sitio donde volar era posible y a donde sólo esas manos de madera podían llevarlo.


EL PEQUEÑO PATRIOTA PADUANO

Sábado, 29.

No seré un soldado cobarde, no; pero iría con más gusto a la escuela si el maestro nos refiriese todos los días un cuento como el de esta mañana. Todos los meses, dice, nos contará uno, nos lo dará escrito, y será siempre el relato de una acción buena y verdadera, llevada a cabo por un niño. El pequeño patriota paduano se llama el de hoy. Helo aquí:

Un navío francés partió de Barcelona, ciudad de España, para Génova, llevando a bordo franceses, italianos, españoles y suizos. Había, entre otros, un chico de once años, solo,

mal vestido, que estaba siempre aislado, como animal salvaje, mirando a todos de reojo. Y tenía razón para mirar a todos así. Hacía dos años que su padre y su madre, labradores de los alrededores de Padua, lo habían vendido al jefe de cierta compañía de titiriteros, el cual, después de haberle enseñado a hacer varios juegos a fuerza de puñetazos, puntapiés y ayunos, lo había llevado a través de Francia y España, pegándole siempre y teniéndolo en cambio siempre hambriento. Llegado a Barcelona y no pudiendo soportar ya los golpes y el ayuno, reducido a un estado que inspiraba compasión, se escapó de su carcelero y fue a pedir protección al cónsul de Italia, el cual, compadecido, lo había embarcado en aquel navío, dándole una carta para el alcalde de Génova, que debía enviarlo a sus padres, a aquellos mismos que lo habían vendido como una bestia. El pobre muchacho estaba lacerado y enfermo. Le habían dado billete de segunda clase. Todos lo miraban, algunos le preguntaban; pero él no respondía, y parecía odiar a todos. ¡Tanto lo habían irritado y entristecido las privaciones y los golpes! Al fin tres viajeros, a fuerza de insistencia, consiguieron hacerlo hablar, y en pocas palabras, torpemente dichas, mezcla de italiano, español y francés, les contó su historia. No eran italianos aquellos viajeros, pero lo comprendieron, y parte por piedad, parte por excitación del vino, le dieron algunas monedas, instándolo para que contase más. Y habiendo entrado en la cámara en aquel momento algunas señoras, los tres, por darse tono, le dieron aún más dinero, gritando: -¡Toma, toma más!.

Y hacían sonar las monedas sobre la mesa. El muchacho las recogió todas, dando las gracias a media voz, con aire malhumorado, pero con una mirada, por primera vez en su vida, sonriente y cariñosa. Después se fue a su camarote y permaneció allí solo, pensando en lo ocurrido. Con aquel dinero podía tomar algún buen bocado a bordo, después de dos años de no comer más que pan; podía comprarse una chaqueta, apenas desembarcara en Génova, después de dos años de vestir andrajos, y podía también, llevando algo a su casa, tener del padre y de la madre mejor acogida que la que le esperaba si llegase sin nada en los bolsillos. Aquel dinero era para él casi una fortuna, y en esto pensaba, consolándose, mientras los tres viajeros conversaban y bebían sentados a la mesa, en medio de la sala de segunda clase. Se los oía hablar de sus viajes y de los países que habían visto; y de conversación en conversación vinieron a hablar de Italia. Empezó uno a quejarse de sus fondas; otro, de sus ferrocarriles, y después, todos juntos, animándose, hablaron mal de todo. Uno habría preferido viajar por Laponia; otro decía que no había encontrado en Italia más que estafadores y bandidos; el tercero, que los empleados italianos no sabían leer.

-Un pueblo ignorante –decía el primero.

-Sucio –añadió el segundo.

-La… -exclamó el tercero. Iba a decir “ladrón”, pero no pudo acabar la palabra.

Una tempestad de monedas cayó sobre las cabezas y espaldas de los tres, y descargó sobre la mesa y el suelo con ruido infernal. Los tres se levantaron furiosos, mirando hacia arriba, y recibieron aún un puñado de monedas en la cara.

-Recobrad vuestro dinero –dijo con desprecio el muchacho, asomado al lato ventanuco de su camarote-. Yo no acepto limosnas de quienes insultan a mi patria.

jueves, 23 de febrero de 2017

RECOMENDACION LORD JIM

UNA EXCEPCIONAL NOVELA DE ACCIÓN Y AMOR, LA RECOMIENDO: JOSEPH CONRAD ESCRIBIÓ ESTO Y ES MEMORABLE




Al igual que otras de las obras de Conrad, Lord Jim es narrada a través del personaje Marlow, quien recita a un grupo de oyentes la mayoría de la historia. La última parte de la novela se narra en una carta que Marlow escribe a uno de los oyentes.
Jim (cuyo apellido nunca es revelado) es un joven marinero británico quien obtiene el puesto de primer oficial en el Patna, una nave que transporta peregrinos que se dirigen a La Meca para el Hajj. El casco de la nave sufre un desperfecto y Jim y el resto de la tripulación abandonan la nave y sus pasajeros. Pocos días después, son rescatados por una nave británica. Sin embargo, el Patna y sus pasajeros también son rescatados y las acciones deplorables de la tripulación son reveladas al público. Aunque toda la tripulación se rehúsa a comparecer a la corte cuando son convocados, Jim se presenta y la corte revoca su certificado de navegación por abandono del deber. Jim se muestra enojado consigo mismo, tanto por su momento de debilidad como por perder la oportunidad de ser un «héroe».

Durante el juicio, Jim conoce a Marlow, un capitán que a pesar de sus dudas iniciales sobre la moral del marinero, lo acepta como amigo, ya que él es «uno de nosotros», y lo ayuda a conseguir un trabajo como ayudante de un abastecedor de naves. Jim trata de mantener el anonimato, pero cuando el oprobio del incidente del Patna lo alcanza, abandona el trabajo que tiene y se traslada más al este.

Tiempo después, Stein, un amigo de Marlow, sugiere contratar a Jim como su representante en Patusan, un asentamiento remoto tierra adentro y habitado por malayos y bugis, en donde su pasado puede permanecer secreto. Con el paso del tiempo, Jim adquiere el respeto de los habitantes y recibe el título de «Tuan» (Lord) al protegerlos del bandido Sherif Ali y del jefe local Rajah Tunku Allang. Asimismo, enamora a Jewel, una joven mestiza, y según sus propias palabras está «satisfecho... casi». Varios años más tarde, Patusan es atacada por un grupo de maleantes liderado por un hombre llamado Brown y, aunque Jim logra repelerlos, Dain Waris, el hijo del jefe de la comunidad buginesa, es asesinado. Jim se presenta ante Doramin, el líder buginés, y acepta voluntariamente que este lo ejecute como retribución por la muerte de su hijo.



El abandono de la tripulación del Patna está basado en hechos reales. El 17 de julio de 1880, el SS Jeddah salió de Singapur con rumbo a Yida con escala en Penang, llevando a bordo a 778 hombres y 147 mujeres y 67 niños, los cuales eran musulmanes de Malasia británica con rumbo a La Meca para el Hajj. El SS Jeddah navegaba bajo bandera británica y la mayoría de su tripulación era de dicha nacionalidad. Durante el viaje se presentaron condiciones meteorológicas adversas y el agua empezó a filtrarse dentro de la nave debido a una ruptura en el casco, por lo que el capitán y sus oficiales abandonaron la nave en un bote salvavidas. Los tripulantes fueron rescatados por otra embarcación y llevados a Adén, en donde declararon que la nave estaba naufragando y que los pasajeros se tornaron violentos. Sin embargo, el 8 de agosto de 1880, un barco de vapor francés se encontró con el SS Jeddah con los peregrinos aún con vida y lo remolcó a Adén. Poco después se realizó una audiencia judicial, al igual que en la novela.1

La segunda parte de la novela está basada vagamente en la vida de James Brooke, el primer rajá blanco de Sarawak.2 Brooke fue un aventurero inglés, nacido en India, quien en los años 1840 consiguió obtener el poder y establecer un estado independiente en Sarawak, en la isla de Borneo.

LIBROS RECOMENDADOS

HUMILDEMENTE ME GUSTARÍA RECOMENDAR ANTIGUOS LIBROS QUE LEI QUE ME HAN PARECIDO GENIALES , COMPARTIRÉ AQUÍ RESEÑAS DE ELLOS Y VEAN SI PUEDEN CONSEGUIRLOS,

"Sin Novedad en el Frente" de Erich Maria Remarque.
 SIENDO NIÑO LO LEÍ Y ME IMPACTO, DESDE EL PRIMER MOMENTO QUEDE PRENDADO DE ESTE ESCRITOR Y BUSQUE MUCHOS MAS LIBROS DE EL Y TODOS FUERON FANTÁSTICOS , COMO "TRES AMIGOS" OTRO LIBRO EXCELENTE.


es  una novela autobiográfica en la que el autor cuenta su propia versión de la Primera Guerra Mundial.
En la novela, el soldado protagonista se llama Paul, es un joven estudiante que pasa de las aulas a las trincheras. Paul nos cuenta en primera persona sus experiencias en la guerra, nos habla de la dureza de la preparación a la que los mandos alemanes los someten para combatir en una guerra cruenta. Nos cuenta también las dificultades que tienen para alimentarse, el frío al que se tiene que enfrentar. A su alrededor ve como van cayendo sus antiguos compañeros de estudios. Muchos mueren. Él consigue ir sobreviviendo en una guerra donde las armas diseñadas para matar de manera más discriminada se están utilizando por primera vez.
Esta novela engancha pese a la dureza des que narra. El hecho de que esté narrada en primera persona, hace el texto más cercano, más realista, más duro incluso. Es una novela que se te va de las manos. Fácil de leer. Esta escrita con un lenguaje sencillo y poético.
No llama la atención que el autor refleje a lo largo del libro una posición pacifista. Cualquiera que hubiera vivido miedo, muerte, hambre y frío en una guerra lo hubiera sido. Sorprendería que tras vivir tantas penurias en las trincheras, el autor defendiera las armas para luchar por unas ideas. ¿Y por qué no desertó entonces? Porque tocaba luchar para salvar el propio pellejo, enterrar a los compañeros muertos, seguir.
La novela es amena pese a ser bastante descriptiva. Y no se queda en las descripciones de los escenarios de la guerra sino que también nos habla de la posguerra. De ese joven que ya tiene 21 años, tres más que cuando se jugaba la vida en las trincheras.

 recomiendo esta novela. Es emotiva, triste, pero esperanzadora pro lo que tiene de antibelicista, cosa que llama la atención si tienes en cuenta que fue escrita en el año 1929. No me extraña que los nazis la hubieran censurado en su día.

El protagonista se nos presenta como un joven decepcionado tras lo vivido en el frente. Es totalmente contrario a la guerra. En la novela está muy bien caracterizado más que por lo que cuenta de sí por lo que cuenta de lo que le tocó vivir en el frente.

El autor describe con todo detalle la guerra de trincheras. Es una guerra distinta a las anteriores formas de batallar, mucho más destructiva. Nos habla de ametralladoras, de gases, de tanques, de la participación de los primeros aviones en las batallas. Nos cuenta como los soldados supervivientes quedaron tocados psicológicamente. Nos habla de un perdida bajo el fuego de las armas.

Pero yo me quedo con el compañerismo, con el buen rollo entre jóvenes condenados a morir. Para mí fue lo mejor del libro. Una reconciliación con el género humano, capaz de lo peor y también de lo mejor. Ves como los soldados de las trincheras se permiten pequeños ratos de ocio, de desconectar de su trágico destino.

Me parece esta novela una de las mejores novelas antibelicistas que hay. Es muy emotiva y tiene descripciones tan crudas como maravillosas por como las cuenta el autor. como he dicho, utiliza un lenguaje lleno de poesía en muchos párrafos.

LA TORMENTA (por Vladimir Nabokov)

CUENTO LA TORMENTA (por Vladimir Nabokov)



En la esquina de una calle cualquiera de Berlín oeste, bajo el dosel de un tilo en plena floración, me vi envuelto en una ardiente fragancia. Masas de niebla ascendían en el cielo nocturno y, cuando el último hueco de estrellas fue absorbido en ellas, el viento, ese fantasma ciego, cubriéndose el rostro con las mangas, barrió la calle desierta. En la oscuridad mate, sobre los postigos de hierro de una barbería, su escudo colgante —una bacía de plata— empezó a oscilar como un péndulo.
Llegué a casa y me encontré con que el viento me estaba esperando en la habitación: golpeaba el marco de la ventana... pero en cuanto cerré la puerta tras de mí, escenificó un reflujo inmediato. Bajo mi ventana había un patio profundo donde, durante el día, las camisas, crucificadas en tendederos radiantes por el sol, brillaban a través de los macizos de lilas. De aquel patio surgían de vez en cuando voces de todo tipo: el ladrido melancólico de los traperos o de los que compraban botellas vacías; a veces, el lamento de un violín lisiado y, en una ocasión, una rubia obesa se colocó en el centro del patio y rompió a cantar una canción tan hermosa que las muchachas se asomaron a todas las ventanas, doblando sus cuellos desnudos. Luego, cuando hubo acabado, se produjo un momento de una quietud extraordinaria, sólo se oyó a mi patrona, una viuda desaliñada, que empezó a gemir y a sonarse la nariz en el pasillo.

Ahora, en aquel patio iba creciendo una penumbra sofocante; luego, el ciego viento, que se había deslizado impotente hasta la profundidad del patio, retomó sus fuerzas, comenzó a alzarse hacia las alturas y, repentinamente, ocupó todo el lugar, sin dejar de subir, en las aberturas ámbar de la pared negra de enfrente, empezaron a aparecer como flechas las siluetas de brazos y de cabezas despeinadas que trataban de alcanzar las ventanas abiertas que el viento disparaba, para cerrar ruidosamente sus postigos y sujetarlos firmemente. Las luces se apagaron. Justo después, la avalancha de un ruido sordo, el ruido del trueno distante, se puso en movimiento, e inició su marcha avasalladora a través del cielo de oscuro violeta. Y, de nuevo, todo se quedó parado y en silencio como se había quedado cuando la mujer acabó su canción, las manos apretadas contra sus amplios senos.
En este silencio me quedé dormido, exhausto por la felicidad de mi día, una felicidad que no puedo describir por escrito, y mi sueño estuvo lleno de ti.

Me desperté porque la noche había comenzado a romperse en pedazos. Un resplandor pálido y salvaje volaba por el cielo como un rápido reflejo de radios colosales. El cielo se rasgaba en un estrépito tras otro. La lluvia caía en un flujo espacioso y sonoro.
Yo estaba embriagado por aquellos temblores azulados, por el frío volátil y agudo. Me encaramé al alféizar mojado de la ventana y respiré el aire sobrenatural, que hizo vibrar mi corazón como un cristal.
Más cerca todavía, de forma más grandiosa aún, el carro del profeta rodaba con estrépito a través de las nubes. La luz de la locura, de las visiones penetrantes, iluminaba el mundo nocturno, las pendientes metálicas de los tejados, los volátiles macizos de lilas. El dios del trueno, un gigante de pelo blanco con una barba furiosa, al viento sobre su espalda, vestido con los pliegues flameantes de un ropaje deslumbrante, se erguía, sacando pecho en su carro de fuego, frenando con brazos tensos a sus enormes corceles, negros como la pez y con crines como un relámpago violeta. Habían conseguido escapar al control de su amo, dispersaban chispas de espuma crujiente, el carro estaba a punto de volcar, y el arrebolado profeta tiraba en vano de las riendas. Tenía el rostro descompuesto por el viento y por el esfuerzo; el remolino, haciendo volar los pliegues de su túnica, dejó al descubierto una poderosa rodilla; los corceles movían sus crines llameantes y galopaban más y más violentamente en un vertiginoso descenso por las nubes. Luego, con cascos de trueno, se lanzaron a través de un tejado brillante; el carro daba bandazos, Elias se tambaleó, y los corceles, enloquecidos al contacto con el metal mortal, volvieron a saltar hacia el cielo. El profeta salió despedido. Una rueda se soltó. Desde mi ventana vi cómo su enorme aro de fuego caía sobre un tejado, cómo vacilaba al borde del mismo hasta caer finalmente en la oscuridad, mientras que los corceles, tirando del carro volcado, ya alcanzaban al galope las nubes más altas; el retumbar cesó, y el resplandor tormentoso se desvaneció en abismos lívidos.
El dios del trueno, que había caído en un tejado, se levantó pesadamente. Se resbalaba con aquellas sandalias; rompió la ventana de un dormitorio con el pie, gruñó, y con un movimiento de su brazo se agarró a una chimenea para sostenerse. Lentamente giró su rostro enfurecido mientras sus ojos buscaban algo —probablemente la rueda que se había desprendido volando de su eje dorado. Luego miró hacia arriba, con los dedos enganchados en su rizada barba, movió la cabeza enfadado —ésta no era probablemente la primera vez que esto le sucedía— y, cojeando ligeramente, empezó a descender con cautela.
Todo excitado conseguí arrancarme de la ventana, corrí a ponerme la bata y bajé a toda prisa la empinada escalera hasta el patio. La tormenta había pasado pero todavía permanecía en el aire una ráfaga de lluvia. Hacia el este una palidez exquisita iba invadiendo el cielo.
El patio, que desde arriba parecía rebosar de densa oscuridad, no albergaba, en realidad, más que una delicada niebla que ya se estaba fundiendo. En el macizo de césped central, oscurecido por la humedad, había un anciano magro, encorvado, vestido con una bata empapada, que no hacía más que murmurar entre dientes y mirar en torno suyo. Al verme, cerró los ojos enfadado y me dijo: «¿Eres tú, Eliseo?».
Yo le saludé. El profeta chasqueó la lengua sin dejar de rascarse la calva.
—He perdido una rueda. Búscamela, ¿quieres?
La lluvia ya había cesado por completo. Unas nubes enormes del color de las llamas se habían agrupado encima de los tejados. Los macizos, la valla, la brillante caseta del perro, flotaban en el aire azulado y soñoliento que nos rodeaba. Buscamos durante mucho tiempo en distintos rincones. El anciano no dejaba de gruñir, subiéndose los faldones de su pesada túnica, salpicándose al pasar por los charcos con sus sandalias, y una gota brillante le colgaba de su gran nariz huesuda. Al hacer a un lado un pequeño macizo de lilas, vi, en un montón de basura, entre cristales rotos una rueda de perfil estrecho que debía haber pertenecido al coche de un niño pequeño. El anciano expresó un gran alivio tras de mí. Presuroso, casi bruscamente, me hizo a un lado y me arrebató el herrumbroso aro. Con un guiño alegre dijo: «Así es que rodó hasta aquí».
Y entonces se me quedó mirando, sus cejas blancas se unieron en un gesto de descontento, y como si se hubiera acordado de algo, dijo con voz impresionante: «Vuélvete de espaldas, Eliseo».
Obedecí, incluso cerré los ojos al hacerlo. Me quedé así durante unos minutos más o menos, pero luego ya no pude controlar mi curiosidad.
El patio estaba vacío, a excepción del viejo perro desgreñado con su hocico canoso que había sacado la cabeza de su caseta y miraba hacia arriba, como una persona, con ojos asustados. Yo también alcé la vista. Elias se había abierto camino hasta el tejado, con el aro de hierro brillando en su espalda. Sobre las chimeneas negras se perfilaba una nube de aurora como si fuera una montaña de tonos naranja, y más allá, una segunda y una tercera. El perro, acallado, y yo observamos juntos cómo el profeta que había alcanzado la cresta del tejado, se alzaba sin precipitación y con toda su calma a la nube y cómo continuaba subiendo pisando pesadamente por masas de suave fuego...
Los rayos de sol alcanzaron su rueda y se convirtió al momento en algo grande y dorado, y también Elias parecía ahora como si estuviera vestido de llamas, que se mezclaban con la nube del paraíso sobre la que seguía caminando siempre más arriba hasta desaparecer en la garganta gloriosa del cielo.
Y el perro decrépito esperó a ese preciso momento para romper su silencio con el ladrido ronco de la mañana. Pequeñas olas cruzaban la superficie brillante de uno de los charcos dejados por la lluvia. La ligera brisa agitaba los geranios de los balcones. Dos o tres ventanas se despertaron. Corrí sin quitarme mis zapatillas empapadas ni mi vieja bata hasta la calle para tomar el primer tranvía que pasara, y levantándome los faldones de la bata, sin parar de reírme de mí mismo mientras corría, me imaginé que, dentro de unos momentos, estaría en tu casa y te empezaría a contar el accidente aéreo de aquella noche y la historia del profeta enfadado que cayó en el patio de mi casa.

miércoles, 22 de febrero de 2017

SINO NO SERIA UN DIOS

PENSANDO UN POCO EN LA VIDA Y EN LO QUE SE NOS OFRECE , DÍA A DÍA, QUE FÁCIL COMO DECÍA BUDA EL HOMBRE QUE NECESITA LA RELIGIÓN PARA SER BUENO NO ES UN BUEN HOMBRE ES UN PERRO AMAESTRADO, PORQUE EL HOMBRE NECESITA CREER EN ALGO PARA SER BUENO O CONSTRUIR COSAS BUENAS, SE DEBE HACER NO PORQUE DIOS LO MANDE SINO, PORQUE SALE DEL CORAZÓN SI LO HACEMOS PORQUE DIOS LO PIDE ES COMO SI OBEDECIÉRAMOS UN MANDATO Y DIOS NO NOS DIO EL LIBRE ALBEDRÍO ? CADA CUAL QUE HAGA SU PARECER QUE ADORE A SU DIOS PERO QUE NO SEA BUENO PORQUE LO AMAESTRARON DEBE SER BUENO SIEMPRE,NO POR MIEDO A NO IR AL CIELO, O POR TEMOR A IR AL INFIERNO, POBRE EL SOBERBIO QUE CREE QUE POR ARREPENTIRSE LUEGO DE UNA VIDA DE MALDAD Y DESENFRENO POR PEDIR PERDÓN IRA AL CIELO, Y EL POBRE QUE VIVIÓ UNA VIDA DE CONDUCTA CORRECTA Y BONOMIA; POR NO SER RELIGIOSO IRA AL INFIERNO, RIDÍCULA CONCLUCION DE LAS IGLESIAS, EL PADRE AZUL NO QUIERE ESO, DIOS PERDONA A LOS JUSTOS Y A LOS PECADORES NO CASTIGA NO DEBEMOS CREER EN UN DIOS ASI DIOS NOS AMA A TODOS CRISTIANOS, CATÓLICOS, JUDÍOS, MUSULMANES, BUDISTAS, HINDUISTAS, SINO NO SERIA UN DIOS